Cuentos crueles by Philippe-Auguste Villiers de L'Îsle-Adam

Cuentos crueles by Philippe-Auguste Villiers de L'Îsle-Adam

autor:Philippe-Auguste Villiers de L'Îsle-Adam
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Narrativa decadente
editor: Feedbooks (http://www.feedbooks.com)
publicado: 2010-01-01T00:00:00+00:00


El deseo de ser un hombre

Al señor Catulle Mendès

Uno de esos hombres ante quienes

la Naturaleza puede alzarse y decir:

«¡He aquí un Hombre!»

Shakespeare, Julio César

Daban las doce en el reloj de la Bolsa, bajo un cielo estrellado. En aquella época, aún pesaban sobre los ciudadanos las exigencias de una ley militar y, siguiendo las instrucciones relativas al toque de queda, los sirvientes de los establecimientos todavía iluminados se apresuraban a cerrar.

En los bulevares, en el interior de los cafés, los quemadores de gas de los candelabros desaparecían, uno a uno, en la oscuridad. Se oía desde fuera el ruido de las sillas puestas de cuatro en cuatro sobre las mesas de mármol; era el momento psicológico en que cada camarero juzgaba oportuno indicar, con un brazo que terminaba en un trapo, las horcas caudinas de la puerta trasera a los últimos consumidores.

Aquel domingo silbaba el triste viento de octubre. Escasas hojas amarillentas, polvorientas y ruidosas, llevadas por ráfagas de aire, chocaban con las piedras, rozaban el asfalto; luego, como murciélagos, desaparecían en la sombra, despertando la imagen de unos días banales vividos para siempre. Los teatros del bulevar del Crimen donde, durante la noche, se habían apuñalado a placer todos los Médicis, los Salviati, y los Montefeltre, se erguían, guaridas del Silencio, con las puertas cerradas guardadas por sus cariátides. Por momentos, coches y peatones se hacían más escasos; aquí y allá lucían ya los escépticos faroles de los traperos, fosforescencias liberadas por los montones de basura entre los que erraban.

A la altura de la calle Hauteville, bajo un farol, en la esquina de un café de apariencia bastante lujosa, un gran transeúnte de fisonomía saturnina, de mentón lampiño, andar sonambulesco, largos cabellos grises bajo un sombrero Luis XIII, guantes negros, bastón con empuñadura de marfil y envuelto en una vieja y regia hopalanda azul, forrada de un dudoso astracán, se había detenido como si dudase maquinalmente en cruzar la calzada que lo separaba del bulevar Bonne–Nouvelle.

¿Regresaba a su domicilio este anacrónico personaje? ¿Lo había conducido hasta esta esquina el azar de un paseo nocturno? Por su aspecto, hubiera sido difícil precisarlo. Al ver, de repente, a su derecha, uno de esos espejos estrechos y largos como él mismo –especie de espejos públicos contiguos, a veces, a los escaparates de los cafetines famosos–, se detuvo bruscamente, se plantó, de cara, frente a su imagen y se miró, deliberadamente, desde las botas al sombrero. Luego, repentinamente, levantando su sombrero con un gesto que denotaba su anacronismo, se saludó con una cierta cortesía.

Su cabeza, de improviso al descubierto, permitió entonces reconocer al ilustre trágico Esprit Chaudval, apellidado Lepeinteur, llamado Monanteuil, vástago de una muy digna familia de pilotos de Saint–Malo y a quien los misterios del Destino habían llevado a convertirse en primer actor en provincias, cabecera de cartel en el extranjero y rival (a menudo afortunado) de nuestro Frédérick Lemaître[1].

Mientras se contemplaba con cierto estupor, los camareros del café cercano ponían los abrigos a los últimos clientes habituales, les entregaban los sombreros;



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